Vida, pasión y muerte de Gandhi

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Tras su patética flacura y su aire de santón se escondían una mente política brillante, una voluntad de hierro y un plan inédito para derrotar al imperio inglés: la lucha no violenta. Así se independizó la India hace medio siglo. Se llamó Mohandas Karamchand Gandhi, pero en todo el mundo se lo recuerda como Mahatma, es decir, Alma Grande.

El 30 de enero de 1948, cuatro días después de la celebración del primer aniversario de la independencia india, un fanático mató a Gandhi a balazos. Ese día, Mohandas Karamchand Gandhi, nacido en 1869 y más conocido como Mahatma (alma grande) o Bapu (padre), había salido de su casa en Nueva Delhi para iniciar una de sus típicas caminatas junto a miles de seguidores. Entonces se le acercó Nathuran Vinayak Gode, un hindú de 36 años que extrajo un revólver y lo vació en el pecho de Gandhi desde sólo un metro de distancia. Dos balas atravesaron su flaco cuerpo, una le hizo estallar un pulmón, otras tres se perdieron en la multitud.

Luego (como en los asesinatos de Martin Luther King, los Kennedy o Isaac Rabin), el crimen se le adjudicaría a un “fanático solitario” sin vínculos ni lucidez, en este caso un nacionalista extremo presuntamente disgustado por el trato igualitario a la minoría musulmana o la legalización del socialismo. Aunque también circuló la versión de un “ajuste de cuentas” pagado por ciertos marajás enriquecidos a la sombra del poder británico y en quiebra en 1947. Nunca se iba a saber quién ordenó el magnicidio, pero algo fue cierto: muerto Gandhi, la India no volvería a las luchas fratricidas ni al sometimiento extranjero, como esperaban sus enemigos. Por el contrario, se convertiría en una de las diez potencias económicas del mundo, superando más de tres siglos de ocupación británica y terribles hambrunas como la de 1943, cuando sólo en la zona bengalí murieron dos millones de hindúes sin que el poder colonial movilizara un mero kilo de arroz en su ayuda.

Ese mismo año, un informe del virrey lord Halifax aseguraba que la India le debía “todo” a sus dominadores: desde un mejor nivel de vida y la abolición de las castas, hasta 42.000 kilómetros de vías férreas, 10.000 fábricas y 75.000 millas de canales de riego. Sin embargo, las antes fastuosas inversiones europeas habían caído a sólo mil millones de dólares anuales, “apenas lo que gastamos en los ferrocarriles argentinos“, decía Halifax. Y todo por culpa de la “desestabilización gandhiana“, claro. Pero veamos lo que estaba en juego y por qué en 1920, ya recibido de abogado en Londres y tras servir a la corona real en la Sudáfrica del racismo boer (defendiendo a la minoría hindú radicada allí), Gandhi escribió: “Desobedeceremos las leyes inglesas con tanta bondad y obstinación que ellos, fatigados por nuestra apatía, tendrán que irse“.

Por entonces, ya vivían en la India más de 500 millones de personas: tres cuartas partes de hindúes y una cuarta parte (unos 85 millones) de musulmanes, la quinta parte de la población mundial. Más aún, toda Europa cabía en esa colosal península doblemente abierta al mar y cerrada al norte por la más alta cordillera del planeta, cruzada no obstante por Alejandro Magno y otros conquistadores tentados por las vastas riquezas de esos 4 millones de kilómetros cuadrados con más de 40 lenguas y 50 religiones disputándose una supremacía imposible.

La civilización hindú es una de las más antiguas y variadas del planeta: nacida más de 4.000 años antes de Cristo, asimiló las culturas de sus constantes invasores. Los arios de piel clara y lengua griega, ligados a los germanos y eslavos, se asentaron allí entre el 1.500 a. C. y el siglo VII d. C., cuando llegaron los árabes islámicos y crearon el sultanato de Delhi, derribado a su vez por un mogol sucesor de Gengis Khan en 1526. Y luego vendrían los portugueses, holandeses y franceses, expulsados al fin por los ingleses en el 1600, a través de la Compañía de las Indias Orientales, mezcla de ariete mercantil y ejército colonizador disuelto en 1858, año en que Gran Bretaña “oficializó” su posesión de la península índica, designando a la reina Victoria como la primera emperatriz del flamante virreinato.

En Europa, Gandhi se había interesado mucho en el mensaje no violento de Jesús, pero lo desilusionaron la decadencia espiritual y las guerras con las que los cristianos dirimían sus pleitos políticos y económicos. “El Sermón de la Montaña me reconcilia con Cristo, pero jamás podré adherir a una religión cuyos fieles siguen más al dinero que a Dios“, escribió en 1914, pergeñando ya su tesis de la desobediencia civil y el boicot pacífico. Y de regreso a la India difundió esa nueva forma de resistencia antiimperialista, perturbando a unas tropas coloniales sólo preparadas para reprimir la violencia directa. Así, pronto el Mahatma se lanzó a la aventura libertaria seguido por millones de acólitos, jaqueando el dominio inglés entre las dos guerras mundiales y ayunando cada vez que hindúes y musulmanes chocaban entre sí, llamándolos entonces a la unidad total, aunque ese añejo conflicto interno sólo caducaría en 1947, al dividirse el país en dos estados: la India para los hindúes, Pakistán para los musulmanes.

Pero, en principio, Gandhi no había pretendido separar la India del Imperio Británico: sólo pedía un trato bipolar más justo, cierta autonomía económica y más respeto por los credos locales. De ahí que cuando le preguntaban si lo suyo era un movimiento religioso o político, él respondía: “Si me ocupo de política es simplemente porque hoy la política se enreda en torno a nuestro cuerpo como los anillos de una serpiente. Tengo, pues, la obligación y el derecho de luchar contra ese abusivo reptil“. El recogimiento y la inmovilidad total signaron la primera acción gandhiana: la huelga general no violenta de abril de 1919, que terminó con una feroz represión británica y arrestos masivos, Gandhi a la cabeza. Ese día, las tropas colonialistas descargaron sus modernas ametralladoras de pie contra todo un pueblo de campesinos amotinados, dejando 379 cadáveres tendidos en las calles y empeorando las cosas. En octubre, una cumbre hindú-musulmana presidida por Gandhi aprobó un pacto de no cooperación con las autoridades inglesas y el cese de la discriminación de la minoría árabe. Entonces el virrey inglés comprendió que ya no podría aplicar más la regla de “dividir para reinar” y dejó de azuzarlos unos contra otros. Fue el primer gran paso atrás del imperio. En 1920, Gandhi devolvió las condecoraciones que le otorgaron los ingleses por su colaboración legal en Sudáfrica y convocó a una multitudinaria gesta no violenta que duraría otros 28 años, tantos como a él le quedaban de vida. En 1924, ayunó hasta casi morir de inanición para detener nuevos choques entre musulmanes e hindúes. Su consigna fue: “Si se matan entre ustedes, me matan a mí”, y la unión volvió a triunfar. Pero el gran punto de inflexión se dio en 1930, con la monumental Marcha de la Sal, históricamente comparada con la Larga Marcha de Mao en la China revolucionaria.

La sal, como la industria textil, era monopolio estatal inglés y ningún indio podía extraerla ni comercializarla. A los 61 años, Gandhi necesitaba un símbolo de solidaridad viviente para afianzar su doctrina (que ya no tendía a la autonomía sino a la independencia absoluta), y llamó a una insólita caminata hacia las orillas del Océano Indico. Salió con unos cientos, se le sumaron miles y al llegar fueron millones de nativos los que cometieron el acto prohibido: tomar la sal del mar. Esto abrió un período de huelgas y represiones tan cruentas que tres años después los miles de mártires gandhianos horrorizaban al mismísimo virrey Halifax. El Mahatma denunció el genocidio en una conferencia internacional en Londres, donde numerosos dirigentes aceptaron la razonabilidad de su lucha, y de vuelta en la India hizo su ayuno más publicitado y difícil, que duró 21 tensos días. Albert Einstein, León Trotsky y los trabajadores ingleses se solidarizaron con él, y hasta Victoria Ocampo difundió su causa en la Argentina. Su fama dio la vuelta al mundo y de pronto los ingleses ya no fueron caballeros civilizadores sino torvos intrusos cuya impiedad ofendía a sus pares de Europa e incluso a sus socios de Occidente. Es que por entonces las tropas británicas estaban autorizadas a cortarles el dedo pulgar a los tejedores indios, para evitar que los magníficos hilados de Madrás y otras regiones compitieran con los monopólicos. En respuesta, Gandhi mandó no comprar más telas inglesas y vestirse sólo con las que los millones de campesinos hindúes producieran en sus ruecas artesanales, ahora convertidas en implacables herramientas comerciales e ideológicas.

Y en 1937 el Congreso hindú aprobó una Constitución republicana neciamente censurada por el líder conservador Winston Churchill, ya que en dos años más tarde Inglaterra debió pedir ayuda estratégica a la India para combatir al nazismo, y en 1942 para contener el temido avance japonés, cuya flota dominaba las costas de la península índica. Churchill tenía pánico de que Japón se apropiara de las 3 millones de toneladas anuales de hierro indio y sus 25 millones de toneladas de carbón, sus 400 fábricas de tejidos y sus posibles 560 millones de obreros-esclavos. Esa debilidad acrecentó el poder local de Gandhi, que además sobrevivió a tres atentados: en 1933, 1945 y 1947, pocos meses antes del último, en 1948. Y 11 veces toleró las promesas (incumplidas) del retiro británico de la India, hasta que en 1947 esto se hizo inevitable. Victorioso año en que los musulmanes, temiendo depender para siempre del nuevo gobierno, se lanzaron a sangre y fuego contra los hindúes, y Nehru casi murió en un ataque extremista. Esa vez, Gandhi juró ni siquiera beber agua hasta que cesara la guerra civil. Y la paz fue definitiva. En su libro Vida de Gandhi, el francés Romain Rolland cuenta que en su último aliento el líder de la no violencia perdonó a su matador. “Ha muerto el Justo“, titularon los diarios de la época. Sólo a dos hombres se los había llamado así: Buda y Jesús.

* Texto publicado en la desaparecida Revista Conozca Más de abril del año 1997


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