El éxodo de cientos de miles de personas, las matanzas y los enfrentamientos étnicos en Centroáfrica han devuelto a las páginas de la actualidad un continente, que, con una población similar a la de Europa (algo más de 700 millones), se encuentra permanentemente a las puertas del infierno.
El reportaje es de Paco Lausin y apareció en 1997 en la Revista Ámbito.
Aparte de la catastrófica situación de los refugiados en Zaire, Ruanda y Burundi, África ha padecido guerras civiles en Liberia y Sierra Leona, conflictos larvados en el Sáhara occidental y Argelia, golpes militares en Níger y Burundi, amotinamientos del ejército en Guinea-Conakry, Congo y República Centroafricana. Pero África ya no despierta la atención de Occidente: no hay grandes inversiones internacionales, ni grandes mercados por explotar, ni petróleo, ni intereses estratégicos que defender. Quizás, por ello, suena a utopía plantearse una operación de pacificación mediante la OTAN en la región de los Grandes Lagos.
Esta reflexión sobre el infierno africano la hago a la vuelta de un viaje relámpago a Togo, incorporado como polizón en una misión de la Cruz Roja. Aunque la situación de Togo dista mucho de ser la de la región de los Grandes Lagos, son muchos los indicios que le llevan a uno a pensar que África es un polvorín con infinidad de mechas prendidas.
Togo es minúsculo, casi un país en ninguna parte, al menos si uno se atiene a los contenidos de los informativos de las grandes cadenas de televisión. Y quizás sus presentadores estrella tengan algo de razón al dejarlo de lado: ese país cerca de ninguna parte tiene más de una vía de tren que no lleva a ningún sitio, muelles en los que ya no atracan los barcos y centros turísticos en los que no quedan turistas. Sus datos telegráficos no pueden ser más descorazonadores: con cuatro millones de habitantes, la mortalidad infantil ronda el 12 por ciento; el producto interior bruto es de unas 45.000 pesetas año por habitante; la deuda exterior, de 150.000 millones de pesetas. Togo concentra sus exportaciones, que apenas alcanzan los 40.000 millones, en los fosfatos y el algodón; mientras que el 30 por ciento del montante de las importaciones se destina a la adquisición de alimentos. La esperanza de vida en Togo es de 56 años.
Aunque la matemática económica es escalofriante, la realidad aún lo es más. El país, que se extiende a lo largo de unos 600 kilómetros de norte a sur por una estrecha franja de unos 60 kilómetros, apenas cuenta con infraestructuras de comunicaciones: los trenes son escasos y no cubren el país, y el resto del transporte público es casi inexistente.
Por poner un ejemplo de dotación sanitaria, en la zona próxima a la frontera con Ghana un médico atiende una población de 100.000 personas. Muchos de los poblados en los que se hallan repartidas estas personas son inaccesibles mediante vehículo o en la estación de las lluvias. La inversión extranjera se ha reducido considerablemente desde que en 1992 estallaron las protestas en favor de la democratización del país, que culminaron en una huelga general ininterrumpida de 9 meses.
La hegemonía política de la etnia kabré, a la que pertenece el presidente Étienne Gnassingbé (en el cargo desde 1967), está despertando antiguas rencillas entre las etnias originarias del sur del país. Togo no es una excepción en África: tampoco se ha librado de los desastres provocados por unas fronteras trazadas con tiralíneas, que han separado tribus, clanes y culturas, como también ocurre en la zona de los Grandes Lagos.
A pesar de este marasmo, Togo está a años luz, por el momento, de la dramática situación en que vive casi un millón de personas refugiadas en la zona occidental de Zaire. Pero esa distancia es fácil de recorrer en África: una estación de lluvias más corta de lo habitual, una riada, la reclamación de unos derechos democráticos, el retraso en la paga de los funcionarios … y la economía de subsistencia se tambalea y, finalmente, ese débil equilibrio se rompe.
Togo no es el Sudán de los 13 años de guerra civil, de los más de 2 millones de muertos y los 4 millones de personas desplazadas de sus hogares; ni Lomé es Lagos, que se ha convertido en la meca mundial del crimen. Pero toda África se encuentra al borde del infierno.
Tan sólo una esperanza llega del sur del continente: esa esperanza es la que protagoniza el renacimiento de Sudáfrica. La abolición del apartheid y la llegada al poder de Nelson Mandela han abierto una brecha de luz para que este país sea la locomotora del desarrollo del cono sur africano. Pero esa ilusión aún está muy lejana para que sirva de incentivo al resto del continente.
El África negra mira a Europa y Europa le da la espalda como ha ocurrido en los grandes éxodos y matanzas de Ruanda (1994) y Zaire (1996). Estados Unidos, tras su mediática y frustrante intervención en Somalia, no parece dispuesto a embarcarse en peligrosas aventuras africanas en las que Washington sólo puede anotar pérdidas: si EEUU ya se mostró remiso a intervenir en los Balcanes, más lo está para intervenir en un continente, que ha perdido peso específico desde el fin de la guerra fría: el hundimiento del comunismo ha quitado sentido a la alocada carrera de Moscú y Washington por influir -en cuantos más mejor- regímenes políticos africanos. Ambas capitales han olvidado África; y, Europa está, ahora, más preocupada por la apertura hacia la Europa del Este.
Mientras tanto, el drama de cientos de miles de refugiados en Zaire se convierte en un amargo presagio de otros dramas que vendrán. Ante ésta y otras catástrofes venideras, el secretario de Estado norteamericano, Warren Christopher, propone como panacea la creación de una fuerza de paz, de intervención rápida, constituida por unos 10.000 soldados de origen africano, que sea capaz de bregar en avisperos como el de los Grandes Lagos. EEUU brinda, eso sí, apoyo logístico, entrenamiento y armamento para esta fuerza africana.
Como precedente más cercano cabe remitirse a la experiencia de Liberia, donde las tropas de pacificación del África occidental (integradas por unos 10.000 hombres) han quedado empantanadas en un conflicto, que, en abril de este año, condujo a la devastación de la capital, Monrovia. Esta fuerza africana carece de la autoridad que emanaría de unas tropas de interposición y pacificación enviadas desde Europa o Estados Unidos. Además, Europa no puede dar la espalda y olvidar la historia, porque es, en gran parte, responsable del punto de ebullición en que se encuentra el continente africano. El paso de las grandes potencias coloniales dejó poco más que una discutible misión evangelizadora, escasas infraestructuras y un continente compartimentado con unos criterios que no respetaron las etnias existentes. Tras ese magro legado, la única potencia que sigue manteniendo una cierta presencia en África es Francia, que, además, actúa orientando su intervención en favor de regímenes clientelistas o bajo la consigna de la mera protección de los intereses de la comunidad francesa en la región.
Europa se encuentra, en estos momentos, ante el dilema de dotar de identidad europea a la OTAN sin menoscabo de sus vínculos trasatlánticos con Estados Unidos y Canadá. Pero, si los europeos quieren tener una identidad creíble, deben empezar a pensar en términos de seguridad global.
Una política de intervención que sirviera para enmendar los errores cometidos durante la colonización sería un excelente primer paso hacia esa seguridad global. Sin embargo, en Europa son muy pocos los que se plantean una intervención de urgencia que ponga fin al exterminio de poblaciones civiles en África. Bosnia sí merece la pena, pero África está muy lejos: ésa parece ser la máxima que se lee en las cancillerías occidentales.
También el integrismo islámico pareció en tiempos muy lejos de las tranquilas y civilizadas calles de Europa y Estados Unidos; sin embargo, esa distancia se ha acortado, como se acortará la distancia entre Europa y África si se condena a un continente de 730 millones de personas al hambre y la guerra. Es un error dejar sólo en África, como bastión de la presencia occidental, a las organizaciones no gubernamentales, porque no cuentan con medios para atajar la inevitable epidemia de desesperación que se desatará si no hay futuro para África.
Togo puede ser un buen laboratorio de experimentación: nada impediría que si se rompe el frágil equilibrio político, económico e, incluso, climatológico, este país pueda transformarse en un infernal Burundi, Ruanda o Liberia, por citar los ejemplos más sonados.
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